viernes, 8 de mayo de 2009

LA HUELGA DE ESTUDIANTES CONTRA BOLONIA

En este caso la huelga que se plantea por los estudiantes contra Bolonia es una huelga extralaboral o política. Este tipo de huelga se sitúa dentro de la legalidad pues se encuentra regularmente elencada en el Art. 11.a) del R.D.L.R.T. y reafirmada su constitucionalidad en la sentencia de 8 de abril de 1981 señalando que "no nos encontramos ante el fenómeno de huelga protegido por el Art. 28 de la CE cuando se producen perturbaciones, [...] con el fin de presionar sobre la administración Publica o sobre los órganos del Estado.
La huelga política tiene dos perspectivas: desde el punto de vista subjetivo o en función del sujeto pasivo: dirigida a presionar a los poderes públicos (ejecutivo y legislativo) y desde el punto de vista objetivo o en función de la finalidad de la huelga: intereses políticos de los huelguistas y socio-profesionales .Efectivamente en este caso los huelguistas (la comunidad educativa) persiguen un interés político muy claro: interrumpir la reforma universitaria y para ello se encargan de presionar a los poderes públicos: tanto al gobierno, como al legislador encargado de la reforma.
En cualquier caso la jurisprudencia ha venido afirmando que la legalidad o ilegalidad de la huelga política depende de su objeto, considerando ilegales las huelgas puramente políticas, ajenas a cualquier interés de los trabajadores.

A pesar de que la huelga política es una huelga totalmente amparada por nuestro ordenamiento, el gran problema de la huelga de estudiantes nos lo encontramos con los sujetos activos de esta huelga. Los estudiantes son sujetos excluidos del derecho a la huelga y además ni ellos ni un sindicato de estudiantes tiene la capacidad de convocar o declarar una huelga ya que esa competencia se reserva a los trabajadores o a los representantes de los trabajadores.

LA HUELGA VIRTUAL

Los trabajadores de IBM convocan un nuevo tipo de huelga: la huelga virtual. Esta huelga consiste en que los trabajadores (que no cesan en su actividad laboral) renuncian a cobrar el salario que les corresponda y ceden ese dinero a un fondo, y la empresa ingresa el doble (o el triple) que los huelguistas. El montante global sería cogestionado por la representación de los trabajadores y la empresa, y orientado a asuntos de utilidad pública. Todo lo cual debe estar reglamentado convenientemente por ambas partes.
Ante esta definición, no resulta sencillo considerar la huelga virtual una huelga laboral, puesto que rompe con al menos una de las notas definitorias del tradicional concepto de huelga: un paro organizado de la producción llevado a efecto por un grupo de trabajadores con el fin de obligar al empresario a acceder a sus demandas salariales o de mejora de las condiciones laborales. En el caso de la huelga virtual no podemos hablar de una suspensión del trabajo, ni total, ni parcial, por parte de una colectividad más o menos numerosa, ya que precisamente se caracteriza por la continuidad de la actividad laboral y la renuncia al salario.
A pesar de ello la huelga virtual cumple la finalidad de cualquier huelga laboral: presionar al empresario provocándole un daño patrimonial .El daño patrimonial no lo produce tanto la aportación dineraria de la empresa al fondo como el deterioro de la imagen de la empresa por medio del entorno virtual de “second life” y su fuerte capacidad de difusión de información entre sus millones de usuarios.
En cualquier caso este nuevo enfoque de la huelga simboliza la adaptación espontanea del derecho al desarrollo de las culturas y sus nuevas tecnologías y constituye el primer paso en la alianza sindical global de los trabajadores.

Este tipo de huelga supone una solución a los problemas que la huelga tradicional viene provocando, sobre todo en el caso de empresas de servicios:
las empresas se ahorran salarios, gastos, y una parte de las subvenciones que reciben;
los ciudadanos acaban maldiciendo a los huelguistas y restándoles soporte solidario;
el daño que se hace a la contraparte es enjugado por las antedichas ventajas y deviene sólo un daño simbólico.
De esta manera las ventajas que ofrece este nuevo enfoque de la huelga son muchas:
la empresa recibe una presión superior, a la de la huelga tradicional.
la ciudadanía no es rehén de unas negociaciones en las que no participa, aunque se ve involucrada en ello
sindicatos y usuarios podrían, de este modo, establecer una relación de fecunda colaboración con esta forma de hacer las cosas que permite el entorno virtual en el que se transmite la información.

La huelga virtual podría ser, en ese sentido, una buena señal de un avanzado proyecto de autoreforma del sindicalismo confederal que, al tiempo de defender sus intereses, choca lo menos posible con el inmenso conjunto de la ciudadanía.

lunes, 4 de mayo de 2009

Anexo al trabajo sobre Juriaprudencia TSJMad

ANEXO

Relación de sentencias analizadas:

- 274/2002 de 16 de Abril
- 461/2005 de 7 de Junio
- 691/2005 de 1 de Septiembre
- 472/2007 de 29 de Junio
- 344/2007 de 14 de Mayo
- 158/2005 de 8 de Marzo
- 203/2007 de 7 de Marzo
- 467/2007 de 25 de Junio
- 634/2004 de 22 de Junio
- 336/2006 de 24 de Abril
- 265/2008 de 7 de Abril
- 287/2006 de 31 de Marzo
- 880/2002 de 27 diciembre
- 604/2007 de 27 junio
- 467/2005 de 23 mayo
- 882/2004 de 21 octubre
- 602/2005 de 5 julio
- 140/2008 de 18 febrero

Jurisprudencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid

PARTE 1

Las sentencias que dictan la extinción del contrato de trabajo a instancia del trabajador por incumplimiento del empresario con vulneración de derechos fundamentales han ido en aumento desde el año 2000 como consecuencia del fenómeno del “mobbing”, o acoso moral en el ámbito laboral. Las primeras sentencias estimatorias y la concesión de indemnizaciones ajenas a las establecidas por el Estatuto de los Trabajadores por la extinción del contrato han servido como baremo jurisprudencial a la hora de reconocer supuestos posteriores.


Concepto de mobbing:

Una de las sentencias más significativas y esclarecedoras de la postura del Tribunal Superior de Justicia de Madrid es la 287/2006 de 31 de Marzo en la que se hace un estudio en profundidad sobre este fenómeno que suele aparecer citado en numerosas sentencias posteriores (así en 336/2006 de 24 de Abril, 265/2008 de 7 de Abril, etc.)

El acoso moral es objeto de un estudio pluridisciplinar en el que participan la psicología, la psiquiatría, la sociología y, como no, el Derecho. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua, define el verbo acosar como acción de perseguir, sin darle tregua ni reposo, a un animal o a una persona. El añadido al acoso del calificativo moral viene a incidir en que el acoso persigue conseguir el desmoronamiento íntimo, psicológico, de la persona. […] Lo que genera graves problemas de convivencia y produce lesiones psíquicas en la persona del acosado deteriorando la normal integración en el seno de la empresa conducente a un absentismo laboral por baja médica que trastorna el normal desarrollo del trabajo y la consiguiente carga para las arcas de la Seguridad Social. Efectos que trastocan el entorno familiar, laboral y social, del acosado.
La Carta Social Europea de 3 de mayo de 1996, al referirse al acoso moral, habla de «actos condenables o explícitamente hostiles dirigidos de modo repetido contra todo asalariado en el lugar de trabajo...» y la Comisión Europea, en 14 de mayo de 2001, señala, también, como característica esencial del acoso, «los ataques sistemáticos y durante mucho tiempo de modo directo o indirecto...».
Las Directivas de la Unión Europea, la 43/2001, de 27 de junio, y la 78/2001, de 27 de noviembre , al referirse al acoso moral, desde la perspectiva jurídica de la igualdad de trato en el empleo y con independencia del origen étnico, lo consideran como una conducta de índole discriminatoria que atenta contra la dignidad de la persona y crea un entorno intimidatorio, hostil, degradante, humillante y ofensivo.
El acoso moral debe tener, siempre, unos perfiles objetivos como son los de las sistematicidad, la reiteración y la frecuencia, y al propio tiempo, otros subjetivos como son los de la intencionalidad y el de la persecución de un fin.
Son, por tanto, elementos básicos de este anómalo proceder humano, de una parte, la intencionalidad o elemento subjetivo, orientado a conseguir el perjuicio moral de otro, requisito éste, siempre exigido en este irregular comportamiento o actitud y, de otra parte, la reiteración de esa conducta de rechazo que se desarrolla de forma sistemática durante un período de tiempo.
Lo que caracteriza al acoso moral es, sin duda alguna, la sistemática y prolongada presión psicológica que se ejerce sobre una persona en el desempeño de su trabajo, tratando de destruir su comunicación con los demás y atacando su dignidad personal con el fin de conseguir que, perturbada su vida laboral, se aleje de la misma provocando su autoexclusión.
El acoso laboral precisa de una efectiva y seria presión psicológica, bien sea ésta de un superior o de un compañero –acoso vertical y horizontal– que sea sentida y percibida por el trabajador acosado al que causa un daño psíquico real que le hace perder la posibilidad de una normal convivencia en su propio ámbito profesional.
Intencionalidad y sistemática reiteración de la presión son requisitos necesarios para poder hablar de acoso moral en el trabajo.
Pero no toda actitud de tensión en el desarrollo de la actividad laboral puede merecer el calificativo de acoso moral. Hemos de distinguir lo que es una conducta de verdadera hostilidad, vejación y persecución sistemática de lo que puede ser la exigencia rigurosa de determinado comportamiento laboral.
No puede, en este orden de cosas, confundirse el acoso moral con los conflictos, enfrentamientos y desentendidos laborales en el seno de la empresa por defender los sujetos de la relación laboral intereses contrapuestos. El conflicto, que tiene sus propios cauces de solución en el Derecho del Trabajo, es inherente a éste, al menos en una concepción democrática y no armonicista de las relaciones laborales. Se ha llegado a afirmar que el conflicto es «una patología normal de la relación de trabajo».
Tampoco el estado de agotamiento o derrumbe psicológico provocado por el estrés profesional, propio de la tecnificación, competitividad en el seno de la empresa, horarios poco flexibles para compatibilizar la vida laboral y familiar, la precariedad del empleo y la falta de estabilidad laboral, debe confundirse con el acoso moral, caracterizado por el hostigamiento psicológico intencionado y reiterado.
Ni siquiera, con todo lo repudiable que pueda ser, manifestaciones de maltrato esporádico, de sometimiento a inadecuadas condiciones laborales o de otro tipo de violencias en el desarrollo de la relación de trabajo son equiparables al propio y verdadero acoso moral.

Los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución Española ( RCL 1978, 2836) que se pueden ver violados por el acoso moral son, principalmente, la dignidad de la persona, como presupuesto básico de tales derechos, pero, también, su libertad personal, su integridad física y moral, su intimidad, su honor y, asimismo, otros valores, constitucionalmente protegidos, como son el de la salud laboral y el de la higiene en el trabajo.
En España, en el ámbito regulado por el Derecho de Trabajo, no puede decirse, con exactitud, que se carezca de una normativa que permita sancionar el acoso moral como atentado a la dignidad de la persona.
Este derecho a la dignidad personal aparece reconocido, en la Ley ordinaria, concretamente en el art. 4-2-c) del Estatuto de los Trabajadores ( RCL 1995, 997) que reconoce como derecho básico del trabajador el del «respeto a la consideración debida a su dignidad». Este reconocimiento de la dignidad del trabajador se recoge, asimismo, en los arts. 18, 20-3 y 39-3 del Texto Estatutario Laboral.
Los arts, 180 y 181 del Texto Refundido de la Ley de Procedimiento Laboral ( RCL 1995, 1144, 1563) son sin duda un cauce procesal adecuado al ejercicio de acciones tendentes a la neutralización y reparación del acoso moral, como expresión que es de la vulneración de derechos fundamentales de la persona y de la dignidad personal como presupuesto de los mismos.


Por lo que el Tribunal ofrece una definición del “mobbing” como “un ataque a la dignidad del trabajador a través de una conducta desplegada por un sujeto (ya sea el empresario u otros trabajadores) que se caracteriza por reiterar en el tiempo un acoso u hostigamiento al trabajador mediante cualquier acción o comportamiento vejatorio o intimidatorio de carácter injusto, con el propósito de lograr minar psicológicamente al acosado.”.

El TSJ de Madrid se ha ceñido mucho a esta definición, y no reconoce la vulneración de los derechos fundamentales (normalmente: dignidad, libertad personal, integridad física y moral, igualdad y no discriminación, honor e incluso el derecho a la salud en el trabajo) si no concurren todos los requisitos expuestos.

Supuestos dudosos de mobbing:

A) Impago de salarios

Uno de los motivos por los que el Tribunal es más consultado es la pretensión del demandante de considerar que el retraso continuado y persistente en el pago de los salarios implique una vulneración de la dignidad del trabajador. El Tribunal aplica en estos casos la vía de extinción del contrato de trabajo por voluntad del trabajador reconocida en el art. 50.1 b ET con su correspondiente indemnización de 45 días por año trabajado con un máximo de 42 mensualidades.

Tal y como insisten las sentencias 634/2004 de 22 de Junio, 158/2005 de 8 de Marzo, 203/2007 de 7 de Marzo, entre otras, es un ámbito que puede encontrarse relacionado con los derechos fundamentales objeto de tutela en el seno de la relación laboral. Recuerdan la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que exige al empresario acreditar que su decisión obedece a motivos razonables y ajenos a todo propósito atentatorio del derecho de que se trate.

En numerosas ocasiones, así por ejemplo ocurre en 158/2005, el Tribunal reconoce que puede constituir una vulneración de la dignidad del trabajador, pero aun así la extinción se llevará por el 50.1 b, y no habrá lugar a ninguna indemnización accesoria:

“Si quedan probados los incumplimientos empresariales, lo que sería suficiente para la extinción, concurriendo además el acoso moral con vulneración de derechos fundamentales, constando los retrasos continuados en el impago del salario,
la empresa viene abonando el salario al actor con retrasos, lo cual resulta insoportable para una economía como la que se deduce del monto del sueldo del actor, siendo los retrasos muy graves al impedirle o dificultarle hacer frente a las obligaciones de pago que, como es notorio, han de satisfacerse por todos los ciudadanos en los primeros días de cada mes, por lo que el recurso ha de prosperar, por esta sola causa, al ser estos retrasos continuados motivo suficiente para la resolución del contrato al amparo del artículo 50.1.b) del Estatuto de los Trabajadores, sin ninguna otra condición, siendo aplicable la doctrina de nuestro Tribunal Supremo recogida en su sentencia de fecha 25 de enero de 1999 que dice así:
«la falta de pago o retrasos continuados en el abono del salario pactado» es necesaria la concurrencia del requisito de «gravedad» en el incumplimiento empresarial, y que a los efectos de determinar tal «gravedad» debe valorarse exclusivamente si el retraso o impago es o no grave o trascendente en relación con la obligación de pago puntual del salario ex arts. 4.2.f) y 29.1 ET, partiendo de un criterio objetivo (independiente de la culpabilidad de la empresa), temporal (continuado y persistente en el tiempo) y cuantitativo (montante de lo adeudado). “



B) Falta requisitos

El Tribunal Superior de Justicia de Madrid no reconoce la vulneración de los derechos fundamentales en tanto falte alguno de los requisitos a los que se refiere en su definición. Así en la sentencia 467/2007 de 25 de Junio, en la que el demandante había realizado ocasionalmente una función superior como sustitución y tras una larga baja médica volvió a su puesto normal sin sustituir a nadie más, el Tribunal no apreció en la movilidad ningún trato denigrante ni vejatorio puesto que los cometidos profesionales fueron los de la categoría pactada en el contrato de trabajo. En ese supuesto, ni siquiera considera que concurra la modificación sustancial de las condiciones de trabajo que podría llevar a la extinción por la vía del art. 50.1 a)

Tampoco en esa misma sentencia y en otras como en 265/2008 de 7 de Abril, o en 140/2008 de 18 de Febrero admite “mobbing” sin una demostración fáctica o una prueba de la marginación o aislamiento sufrido por el trabajador.


PARTE 2

En lo que se refiere a la vulneración de derechos fundamentales en el ámbito laboral, la casuística puede ser enorme, y así lo demuestra la amplia y variada jurisprudencia al respecto. Especialmente abundantes son los casos de discriminación por sexo (y sus derivados: adopción, baja maternal…) pero también tienen cabida la vulneración a derechos como el honor, la libertad de expresión, a la intimidad personal o familiar, etc.

La jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha establecido una equivalencia entre la discriminación por razón de sexo y la discriminación

Muchos de los casos de los que se ha ocupado el Tribunal versan sobre supuestos en los que se produce una discriminación por razón de sexo, que las demandantes consideran que derivan en “mobbing” para así procurar su salida de la empresa. Por ejemplo, el supuesto de la sentencia 467/2005 de 23 de Mayo o el 265/2008 de 7 de Abril, en el que las actoras presentaron demanda de tutela de derechos fundamentales, y en la que se declararon vulnerados los Derechos fundamentales a la Dignidad Personal, a la Igualdad y no Discriminación y a la Integridad Personal.

No obstante, conforme a la doctrina constitucional según la cual no se puede apreciar vulneración del derecho de libertad sindical de toda conducta empresarial que perjudique las condiciones laborales del trabajador titular de ese derecho (STC 308/00), una conducta empresarial que no es constitutiva de «mobbing» en sí misma no pasa a serlo por el mero hecho de que el sujeto que invoca su existencia sea una trabajadora embarazada. Sea como fuere, la repercusión práctica de que haya mobbing o no es indiferente, pues en todo caso, la empresa quedará obligada a cesar su conducta y a indemnizar a la trabajadora, como veremos más adelante.



No poco numerosos son los supuestos en los que se argumenta una vulneración del derecho fundamental al honor. Por ejemplo, en las sentencias 882/2004 de 21 de Octubre y la 602/2005 de 5 de Julio los demandantes tienen una pretensión de reponer un derecho al honor que ha sido vulnerado por la empresa con la emisión un correo electrónico o la publicación en un tablón de notas de su despido y los motivos por los que tuvieron lugar.

El fondo de la cuestión: si la emisión del correo o correos electrónicos (que el demandante considera que vulneran sus derechos fundamentales) o de la publicación en el tablón de notas han de ser tenidos por vulneración del derecho al honor y a la dignidad personal y profesional del demandante. Las empresas, a su vez, argumentaron que era una actuación legitimada por su libertad de expresión que no vulneraba los derechos fundamentales de sus trabajadores.

Esto trae a colación un nuevo derecho fundamental, o más exactamente, una nueva libertad pública que en virtud del artículo 10.2 de la Constitución se iguala en su transcendencia jurídica, y consiguiente tratamiento con aquellas: derechos fundamentales, y libertades públicas están al mismo nivel constitucional porque el reconocimiento de los derechos inviolables del personal, lo mismo que la posibilidad de ejercer las libertades públicas «(...) son fundamento del orden político y de la paz social». Así, pues, al mismo nivel habremos de poner el derecho a la libertad de expresión de la empresa demandada, «a su derecho a expresar y difundir libremente sus pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción (...) a comunicar libremente información veraz por cualquier medio de difusión», como dice el artículo 20 de la Constitución, de igual rango que el art. 18 que recoge el derecho al honor y a la propia imagen.

A juzgar por el Tribunal Superior de Justicia, el posible o hipotético incumplimiento por un empleado de su obligación de no concurrir con la empresa no es exactamente una cuestión de honor. A lo que debe añadirse que esa «crítica evaluación de una conducta personal o profesional», no es lo mismo que una campaña sedicente de desprestigio personal. La percepción, la interpretación o valoración que el afectado haya hecho de esas expresiones, son analizadas en la STS de 30.04.1997, que cita el recurrente, del siguiente modo:
«es lógico que el sancionado se vea afectado por las expresiones utilizadas en la carta de despido, pero son las usadas por las Leyes laborales (art. 54 ET) sin que ello suponga atentado al honor... Del aspecto disciplinario es insegregable cierto demérito del trabajador y nunca puede tener naturaleza elogiosa o laudatoria; que la empresa haya hecho uso de su derecho a comunicar libremente información a sus trabajadores, reconocido por el art. 20 de la Constitución Española, no supone atentado al honor, pues no es aceptable la tesis de que sólo puede comunicarse el despido al comité de empresa».

En definitiva, no es injurioso, y por tanto atentatorio contra el honor, que la empresa, haciendo uso de su «derecho a expresar y difundir libremente sus pensamientos e ideas» (art. 20.1 de la CE), comunique al resto de sus empleados los motivos por los que ha despedido a los trabajadores. Es un simple uso de su derecho a la libertad de expresión no para zaherir al demandante sino para justificar y explicar su decisión de despedirlo. Y este derecho fundamental podía utilizarlo con libertad. Libertad que sería materialmente amputada si por ejercerla fuera condenada.

PARTE 3: la indemnización

El vínculo que une todos estos diversos casos en los que puede haber eventualmente una vulneración de derechos fundamentales es la posibilidad del pago de una indemnización accesoria a la indemnización recibida por extinción del contrato de trabajo.

La sentencia del Tribunal Superior de Justicia 265/2008 de 7 de Abril establece que “en los supuestos de conductas empresariales vejatorias o discriminatorias es posible percibir, junto a la indemnización que pueda corresponder por la resolución del contrato por despido, otra indemnización por los perjuicios morales producidos por esas conductas, bien en el propio proceso por despido, o en procedimiento aparte, una vez extinguido el contrato, en el de tutela de derechos fundamentales para resarcir tales daños morales, pues como correctamente apreció la Juez de instancia en el documento de indemnización, saldo y finiquito aludido lo único que fijaron las partes fue la indemnización por despido y la liquidación de partes proporcionales, sin voluntad de renunciar al ejercicio de la acción de daños y perjuicios origen de la demanda rectora de las actuaciones”.

La doctrina que con reiteración viene exponiendo la Sala, cuando ha tenido que interpretar y aplicar el art. 180.1 de la Ley de Procedimiento Laboral, en cuanto dispone que la sentencia que declare la existencia de vulneración de derechos fundamentales y libertades públicas, ordenará la reparación de las consecuencias derivadas del acto, incluida la indemnización que procediera. A tal efecto ha declarado la Sala en sentencias de 9 de junio de 1993, 22 de julio de 1996 , 20 de enero de 1997, 2 de febrero de 1998, 9 de noviembre de 1998 y 28 de febrero de 2000 que el art. 15 de la Ley Orgánica de Libertad Sindical dispone que el órgano judicial, si entendiese probada la violación del derecho de libertad sindical, decretará la reparación consiguiente de las consecuencias ilícitas del comportamiento antisindical, y en el art. 180.1 de la Ley de Procedimiento Laboral, al precisar que la sentencia que declare la existencia de la vulneración de este derecho, ha de disponer la reparación de las consecuencias derivadas del acto, incluida la indemnización que procediera, no significa, en absoluto, que basta con que quede acreditada la vulneración de la libertad sindical para que el juzgador tenga que condenar automáticamente a la persona o entidad conculcadora al pago de una indemnización.

Estos preceptos no disponen exactamente esa indemnización automática, sino que para poder adoptarse el mencionado pronunciamiento condenatorio es obligado que, en primer lugar, el demandante alegue adecuadamente en su demanda las bases y elementos clave de la indemnización que reclama, que justifiquen suficientemente que la misma corresponde ser aplicada al supuesto concreto de que se trate, y dando las pertinentes razones que avalen y respalden dicha decisión; en segundo lugar que queden acreditados, cuando menos, indicios o puntos de apoyo suficientes en los que se pueda asentar una condena de tal clase.

En virtud de lo dicho, pesa sobre el actor el deber de justificar los elementos de hechos necesarios para que sea reconocida la indemnización.
En el caso que se plantea, la demandante no aporta ni desde luego acredita una mínima base fáctica suficiente e individualizada que justifique la imposición de una condena indemnizatoria.
Se necesita, como apuntó el Tribunal Supremo, una mínima base fáctica, objetiva, que delimite los perfiles y elementos de la indemnización que se solicita y que se otorga, debiendo darse por el solicitante y por el Juez que concede las pertinentes razones objetivas que avalen y respalden la decisión, objetividad que no está reñida con la necesaria discrecionalidad valorativa de la que el Juez goza en ciertos aspectos.

En ese mismo sentido la sentencia de casación para unificación de doctrina de fecha 17/1/03, indica que la reparación consiguiente a la vulneración de un derecho fundamental que acuerda el art. 180.1 LPL no significa, en absoluto, que basta con que quede acreditada la vulneración de ese derecho para que el juzgador tenga que condenar automáticamente a la persona o entidad conculcadora al pago de una indemnización, ya que «Los perjuicios han de ser cuantificados de una forma objetiva, relacionada con la violación del derecho fundamental correspondiente y sus efectos, ofreciendo algún cauce, aunque sea mínimo, que permita a la parte demandada hacer las alegaciones que al respecto tenga por conveniente y para que en todo caso el juzgador extraiga las consecuencias indemnizatorias sobre parámetros alegados y, en su caso, discutidos».

Particularmente relevante es la reseña que hace el Tribunal en la sentencia 336/2006 de 24 de Abril, en la que se reconoce que “es evidente que la salida del trabajador de la empresa, en razón al acoso moral, es una solución no excesivamente satisfactoria, pues produce, no obstante los efectos resarcitorios ya apuntados, una pérdida del puesto de trabajo sin la voluntad o con la voluntad forzada del trabajador. Sin embargo, ésta parece ser la solución posible, si bien habría de ponderarse en términos adecuados por la Jurisprudencia Social no solo el perjuicio inherente a la forzada extinción contractual –«ex» art. 50-c) del Estatuto de los Trabajadores– sino, también, el perjuicio material y moral que ocasiona al trabajador tener que extinguir la relación laboral que mantiene con la empresa”.

Motivo por el cual, la Sala procede a examinar las distintas opciones que podrían manejarse y propone soluciones alternativas:

“Desde el punto de vista sancionador, el acoso moral merece distintas respuestas.
En primer término, cabria hablar de una responsabilidad administrativa –sanción– a imponer por la Inspección de Trabajo al empresario que desencadena o consiente el acoso del trabajador.
No cabe duda que, de acuerdo con la Ley de infracciones y sanciones del Orden Social – RD 5/2000, de 4 de agosto– el acoso moral ha de encuadrarse en su art. 8-11 que describe como infracción muy grave, sancionable con multa de 3.005, 77 a 90.151,82 euros «los actos del empresario que fueren contrarios al respeto de la intimidad y consideración debida a la dignidad de los trabajadores».
En segundo término, puede establecerse una responsabilidad empresarial con el recargo en las prestaciones económicas a satisfacer por la Seguridad Social en los casos de Incapacidad Temporal y de Invalidez Permanente derivadas del acoso moral.
En los supuestos de acoso moral horizontal, el empresario puede y debe ejercer el procedimiento disciplinario contra el acosador.
Finalmente, cuando la situación de acoso moral revista extraordinaria gravedad se puede utilizar, también, la vía penal.”

Esa misma sentencia, en relación con la cuantía de la indemnización: “consideramos que en la demanda aparecen, aunque sea sintéticamente, perfiladas las bases y elementos clave de la indemnización, y como en la sentencia se razona suficientemente el por qué de la procedencia de su cuantificación en 30.000 euros, y no en los 60.000 euros peticionados, teniendo en cuenta la acreditación del daño y demás circunstancias concurrentes, entre ellas la duración de la penosidad en el acoso, ello es que sigue siendo adecuada atendiendo a la entidad del daño y demás particularidades del caso, sin que el órgano de suplicación esté autorizado a alterarla, salvo en el supuesto aquí no producido de manifiesta desproporción”

Cuantía semejante se estima en la sentencia 287/2006 de 31 de Marzo: “La conducta reiterada de acoso hace inviable la excepción de prescripción de un año aducida puesto que en tanto se mantiene la reiterada conducta de hostigamiento no es posible comenzar a computar el plazo, y es a continuación del despido cuando se interpone la demanda. De esta persecución mantenida en el tiempo, que no de simple rigurosidad en las exigencias profesionales, deben responder también las empresas en cuanto consintieron a través de su Dirección General el acoso, y, por último, la cuantificación señalada en la sentencia de la indemnización no es desproporcionada infiriéndose de la propia demanda las bases de su ponderación, y debe ser mantenida al explicarse convincentemente por la Juez, al afirmar que sufre secuelas del mobing que requerirán tratamiento terapéutico para su recuperación plena en el mundo laboral, daños sicológicos que se han constatado y que, por ello, merecen ser reparados en la cuantía de 30.050,61 euros”



PARTE 4: El despido disciplinario

En relación al despido disciplinario, la Sentencia 461/2005 TSJM de 7 junio haciendo referencia a la sentencia del Tribunal Supremo, de 2 de julio de 1990 , establece que el art. 54 ET «tras establecer en el apartado primero que el despido ha de ser debido a «incumplimiento grave y culpable del trabajador», considera como incumplimiento «la transgresión de la buena fe contractual, así como el abuso de confianza en el desempeño del trabajo».

Considera el Tribunal que en este caso “ la sentencia recurrida ha aplicado correctamente la anterior doctrina porque, aunque conste que el demandante ha incurrido en ese proceder, haciendo paradas durante la jornada laboral, sin que conste el motivo por el que hacia esas interrupciones, provocando un retraso en su llegada al centro de trabajo, este comportamiento, producido en los días que se dicen en la carta de despido, y en un lapso de tiempo que transcurre desde el 15 de diciembre al 2 de febrero, debe ser valorado atendiendo a diversas circunstancias. Así, la paradas suponen una pérdida de 7 horas y 45 minutos, según recoge el recurrente en su escrito de recurso, con lo cual estaría próxima a un día de ausencia sin justificación.

Debemos añadir que ni la recurrente nio los hechos probados consta el posible prejuicio., además de que el trabajador tiene una antigüedad de 1965, sin que conste que en todo ese tiempo de trabajo haya sido objeto de sanción alguna, al contrario y como refiere la sentencia recurrida, la actividad del trabajador es intensa. Todo ello permite llegar a la conclusión de que los hechos no debieron ser objeto de la sanción de despido impuesta por el empresario porque no alcanzan la gravedad suficiente.




Otra sentencia, en este caso la Sentencia núm. 274/2002 TSJM de 16 abril versa sobre un caso en el que la demandante estaba ligada a los demandados por una relación laboral especial de las contempladas en el RD 1424/1985 concurriendo las notas de dependencia, ajeneidad y remuneración configuradoras de la naturaleza jurídico-laboral y los demandados prescindieron de los servicios de la trabajadora sin esgrimir causa alguna, por ello, la sentencia concluye que “nos encontramos ante la figura del desistimiento por parte del empleador y no del despido improcedente. Desde luego, no cabe afirmar que se trate de un desistimiento del trabajador, al no constar probada existencia de un ánimo en tal sentido, revelador de una voluntad inequívoca y concluyente de cesar en la prestación de los servicios.


En efecto, es doctrina reiterada en suplicación que el despido, en la normativa específica de la relación laboral especial contemplada y regulada por el Real Decreto 1424/85, de 1 de agosto, sólo existe cuando, documentalmente o no, se fundamenta en un incumplimiento contractual imputable al trabajador por las causas previstas en el artículo 54 del Estatuto de los Trabajadores, por lo que cualquier otra decisión empresarial que suponga el cese del trabajador y no tenga tal motivación causal debe considerarse como desistimiento del empleador.




Podríamos preguntarnos a quien corresponde aportar la prueba cuando el recurrente alega una lesión de un derecho fundamental. A esto se nos responde en la Sentencia núm. 691/2005 TSJM de 1 septiembre que basándose en la jurisprudencia constitucional y ordinaria responde que “en los casos de alegación de la lesión de un derecho fundamental corresponde al trabajador aportar un principio de prueba, de indicios, de que el despido es lesivo de un derecho fundamental, en cuyo caso recae sobre el empresario la carga de probar que el mismo está por completo desconectado y no tiene nada que ver con el ejercicio de un derecho fundamental, debiendo alcanzar resultado probatorio en el sentido que el despido se habría producido verosímilmente en todo caso, aunque el trabajador no hubiera ejercido un derecho fundamental, por existir razones empresariales serias y suficientes que explican el despido. Al actor le basta poner de relieve la serie de indicios de los que pueda racionalmente presumirse la existencia de la violación denunciada, correspondiendo al empleador destruir tales indicios y evidenciar que su comportamiento no ha implicado la violación de ningún derecho fundamental del trabajador.”



Por otra parte , ¿qué ocurre cuando la orientación sexual del trabajador es la circunstancia que motiva el despido del trabajador? La jurisprudencia constitucional ha constado en varias ocasiones a esta pregunta, y estas respuestas se plasman en la jurisprudencia del TSJM como podemos observar en la Sentencia núm. 472/2007 de 29 junio TSJM, en la que se establece que “es de destacar que la orientación homosexual, si bien no aparece expresamente mencionada en el art. 14 CE como uno de los concretos supuestos en que queda prohibido un trato discriminatorio, es indubitadamente una circunstancia incluida en la cláusula "cualquier otra condición o circunstancia personal o social" a la que debe ser referida la interdicción de la discriminación. Conclusión a la que se llega a partir, por un lado, de la constatación de que la orientación homosexual comparte con el resto de los supuestos mencionados en el art. 14 CE el hecho de ser una diferencia históricamente muy arraigada y que ha situado a los homosexuales, tanto por la acción de los poderes públicos como por la práctica social, en posiciones desventajosas y contrarias a la dignidad de la persona que reconoce el art. 10.1 CE, por los profundos prejuicios arraigados normativa y socialmente contra esta minoría; y, por otro, del examen de la normativa que, «ex» art. 10.2 CE, debe servir de fuente interpretativa del art. 14 CE ". “

A la hora de probar esta discriminación la sentencia nos aporta varios criterios:

A- Carga que asume el demandante:
"El primero consiste en la necesidad por parte del trabajador de aportar un indicio razonable de que el acto empresarial lesiona su derecho fundamental, principio de prueba o prueba verosímil dirigidos a poner de manifiesto el motivo oculto que se denuncia. El indicio no consiste en la mera alegación de la vulneración constitucional, sino que debe permitir deducir la posibilidad de la lesión ( SSTC 87/1998, de 21 de abril ; 293/1993, de 18 de octubre; 140/1999, de 22 de julio ; 29/2000, de 31 de enero; 207/2001, de 22 de octubre; 214/2001, de 29 de octubre; 14/2002, de 28 de enero ; 29/2002, de 11 de febrero ; 30/2002, de 11 de febrero ; o 17/2003, de 30 de enero ). Sólo una vez cumplido este primer e inexcusable deber, recaerá sobre la parte demandada la carga de probar que su actuación tuvo causas reales absolutamente extrañas a la pretendida vulneración. En otro caso, la ausencia de prueba empresarial trasciende el ámbito puramente procesal y determina, en última instancia, que los indicios aportados por el demandante desplieguen toda su operatividad para declarar la lesión del derecho fundamental concernido".

B- Carga que asume el demandado.
"De igual modo, ahora en lo que atañe a la carga probatoria del empresario una vez aportado por el trabajador demandante un panorama indiciario, este Tribunal ha sentado también una serie de criterios. Enunciando sólo algunos de los más sobresalientes, recordaremos que el ejercicio de las facultades organizativas y disciplinarias del empleador no puede traducirse en la producción de resultados inconstitucionales, lesivos de los derechos fundamentales del trabajador, ni en la sanción del ejercicio legítimo de tales derechos por parte de aquél (por todas, STC 90/1997, de 6 de mayo), de manera que no neutraliza el panorama indiciario la genérica invocación de facultades legales o convencionales; que la obligación empresarial de neutralización de los indicios constituye una auténtica carga probatoria, que no puede entenderse cumplida por el mero intento de negar la vulneración de derechos fundamentales -lo que claramente dejaría inoperante la finalidad de la prueba indiciaria (STC 29/2002, de 11 de febrero, F. 3, entre tantas otras)-, que debe llevar a la convicción del juzgador de que tales causas han sido las únicas que han motivado la decisión empresarial, de forma que ésta se hubiera producido verosímilmente en cualquier caso y al margen de todo propósito vulnerador de derechos fundamentales; que la ausencia de prueba trasciende el ámbito puramente procesal y determina, en último término, que los indicios aportados por el demandante despliegan toda su operatividad para declarar la lesión del propio derecho fundamental del trabajador (así lo hemos establecido con reiteración desde la STC 90/1997, de 6 de mayo, F. 5); que esa carga probatoria incumbe al empresario incluso en el supuesto de decisiones discrecionales, o no causales, y que no precisan por tanto ser motivadas, ya que esto no excluye que, desde la perspectiva constitucional, sea igualmente ilícita una decisión de esta naturaleza contraria a los derechos fundamentales del trabajador (por ejemplo, STC 171/2003, de 29 de septiembre, F. 6); o, para concluir, que no basta una genérica explicación de la empresa, pues debe acreditar ad casum que existe alguna justificación laboral real y de entidad suficiente en su decisión, es decir, desde la específica y singular proyección sobre el caso concreto (recientemente, STC 79/2004, de 5 de mayo, F. 3, y las allí citadas)".



Por último esta sentencia hace mención a los llamados despidos "pluricausales" que según su propia definición “son aquellos despidos disciplinarios en los que, frente a los indicios de lesión de un derecho fundamental, como puede ser el invocado en este recurso de amparo, el empresario alcanza a probar que el despido obedece realmente a la concurrencia de incumplimientos contractuales del trabajador que justifican la adopción de la medida extintiva. “
El TSJM haciendo referencia al TC establece que el verdadero sentido de la doctrina sentada por éste sobre dichos despidos "pluricausales", consiste en que,"cuando se ventila un despido 'pluricausal', en el que confluyen una causa, fondo o panorama discriminatorio y otros eventuales motivos concomitantes de justificación, es válido para excluir que el mismo pueda considerarse discriminatorio o contrario a los derechos fundamentales que el empresario acredite que la causa alegada tiene una justificación objetiva y razonable que, con independencia de que merezca la calificación de procedente, permita excluir cualquier propósito discriminatorio o contrario al derecho fundamental invocado"
Subsiste, por tanto, como decía la STC 48/2002, de 25 de febrero, la carga probatoria anteriormente señalada para el empresario, esto es, acreditar que la decisión extintiva, cuando no está plenamente justificado el despido, obedezca a motivos extraños a todo propósito atentatorio contra el derecho fundamental en cuestión. O en otras palabras, en aquellos casos en que la trascendencia disciplinaria es susceptible de distinta valoración, el empresario ha de probar tanto que su medida es razonable y objetiva, como que no encubre una conducta contraria a un derecho fundamental, debiendo alcanzar necesariamente dicho resultado probatorio, sin que baste el intentarlo. La decisión empresarial no será, así, contraria a derechos fundamentales cuando aun "sin completar los requisitos para aplicar la potestad sancionadora en su grado máximo, se presenta ajena a todo móvil discriminatorio o atentatorio de un derecho fundamental"




En relación con el finiquito, la Sentencia 461/2005 TSJM de 7 junio establece que “El documento de finiquito, como expresión de la extinción del vinculo contractual, debe contener una clara voluntad unilateral del trabajador de dar por extinguida la relación laboral, o que la misma se alcanza por mutuo acuerdo o por transacción, sin que su eficacia liberatoria vulnere la irrenunciabilidad de derechos del art. 3.5 ET. No obstante, es posible negarles tal eficacia cuando sea contrario a norma imperativa, orden público o perjudique a tercero, o en la valoración e interpretación de lo pactado se ponga de manifiesto una ausencia de voluntad extintiva ( STS 18/11/04, 22/11/04, y 25/01/05, , entre otras). “
En aquel caso, el TSJM razonó que “el documento es una simple liquidación de cuenta referida a las partidas salariales pendientes en la fecha de su firma, sin que se pueda entender que la expresión de dar por resuelta la relación laboral pueda tener el alcance extintivo que pretende la empresa porque, como razona la sentencia recurrida, no fue libremente emitida por el trabajador al serle presentado este documento por la recurrente en un momento en el que había recibido la carta de despido y le era ofrecido un nuevo puesto de trabajo en otra empresa, pero bajo unas condiciones laborales totalmente encaminadas a privarle al trabajador de sus derecho de accionar frente a la decisión extintiva –al querer hacer efectiva esa nueva contratación una vez que transcurriera el plazo para accionar contra el despido– y perdiendo su derecho de antigüedad de 35 años de prestación de servicios”
Por ello continúa diciendo que “En estas circunstancias no puede admitirse que el trabajador demandante tuviese clara e inequívoca voluntad de extinguir la relación laboral. Lo que ha suscrito el demandante es, ante el despido disciplinario, una liquidación de las cantidades pendientes a esa fecha pero sin que con ello asuma la extinción del contrato por despido que estaba actuando el empresario. Como recuerda la sentencia del Tribunal Supremo, de 24 de junio de 1998 , «Es cierto que se reconoce que la liquidación se practica por el cese en la empresa. Pero esto es sólo el reconocimiento de una circunstancia que parte de la realidad y ejecutividad de la decisión empresarial como determinante del saldo, sin que sea posible deducir una conformidad con aquélla».”

viernes, 1 de mayo de 2009

La Historia del 1º de Mayo

INTRODUCCIÓN

El 1° de mayo de 1886 la huelga por la jornada de ocho horas estalló de costa a costa de los Estados Unidos. Más de cinco mil fábricas fueron paralizadas y 340.000 obreros salieron a calles y plazas a manifestar su exigencia. En Chicago los sucesos tomaron rápidamente un sesgo violento, que culminó en la masacre de la plaza Haymarket (4 de mayo) y en el posterior juicio amañado contra los dirigentes anarquistas y socialistas de esa ciudad, cuatro de los cuales fueron ahorcados un año y medio después.

Cuando los mártires de Chicago subían al cadalso, concluía la fase más dramática de la presión de las masas asalariadas (en Europa y América) por limitar la jornada de trabajo. Fue una lucha que duró décadas y cuya historia ha sido olvidada, ocultada o limpiada de todo contenido social, hasta el punto de transformar en algunos países el 1.° de mayo en mero “festivo” o en un día franco más. Pero sólo teniendo presente lo que ocurrió, adquiere total significación la fecha designada desde entonces como “Día Internacional de los Trabajadores”.

AQUELLOS DIAS INTERMINABLES

A mediados del siglo XIX, tanto en Europa como en Norteamérica, en las emergentes factorías industriales, se exigía a los obreros trabajar doce y hasta catorce horas diarias, durante seis días a la semana, incluso a niños y mujeres, en faenas pesadas y en un ambiente insalubre o tóxico. Los emigrantes europeos, que llegaban entonces a los Estados Unidos en busca de un mundo mejor, cambiaron (a lo más) los resabios feudales que todavía pesaban sobre sus hombros por la voracidad desbocada de un capitalismo joven, que multiplicaba sus ganancias ampliando al máximo la jornada de trabajo. Extraños en un país desconocido, los inmigrantes crearon las primeras organizaciones de obreros agrupándose por nacionalidades, buscando primero el apoyo y la solidaridad de los que hablaban la misma lengua, constituyendo luego gremios por oficios afines (carpinteros, peleteros, costureras), y orientando su acción por las vías del mutualismo.

América era también el campo de experimentación para algunos socialistas utópicos, que crearon en los Estados Unidos colonias comunitarias, como las de Robert Dale Owen (1825), Charles Fourier y Etienne Cabet, constituidas por trabajadores emigrados. Los obreros propiamente norteamericanos se limitaban a buscar consuelo para sus sufrimientos terrenales en las diferentes sectas religiosas existentes en el país. Fueron inmigrantes ingleses pobres los que primero diseminaron inquietudes sociales entre sus hermanos de clase, y los mismos continuaron en territorio americano la lucha ya extendida en Inglaterra por la reducción de la jornada de trabajo.

El desarrollo de la industria manufacturera, el perfeccionamiento de máquinas y herramientas, la concentración de grandes masas obreras en los Estados del Noreste, proporcionaron el terreno donde germinó la propaganda de los emigrados. La primera huelga brotó, 60 años antes de los sucesos de Chicago, entre los carpinteros de Filadelfia, en 1827, y pronto la agitación se extendió a otros núcleos de trabajadores. Los obreros gráficos, los vidrieros y los albañiles empezaron a demandar la reducción de la jornada de trabajo, y 15 sindicatos formaron la “Mechanics Union of Trade Associations” de Filadelfia. El ejemplo fue seguido en una docena de ciudades; por los albañiles de la isla de Manhattan; en la zona de los grandes lagos, por los molineros; también por los mecánicos y los obreros portuarios.

En 1832, los trabajadores de Boston dieron un paso adelante en sus demandas y se lanzaron a la huelga por la jornada de diez horas, agrupados en débiles organizaciones gremiales por oficios. Pese a que el movimiento se extendió a Nueva York y Filadelfia, no tuvo éxito. Afirmó, sin embargo, el espíritu de combate de los asalariados, que siguieron presionando por sus reivindicaciones.

DIEZ HORAS LEGALES

El resultado de estas luchas, que marcan el nacimiento del sindicalismo en Estados Unidos, influyó primero en el Gobierno Federal antes que en los patrones, que expoliaban impunemente a sus trabajadores al amparo del librempresismo. En 1840, el Presidente Martín van Buren reconoció legalmente la jornada de 10 horas para los empleados del Gobierno y también para los obreros que trabajaban en construcciones navales y en los arsenales. En 1842, dos Estados, Massachusetts y Connecticut, adoptaron leyes que prohibían hacer trabajar a los niños más de 10 horas por día. El mismo año, la quincallería Whtite & Co. de Buffalo (Estado de Nueva York) introdujo en sus talleres la jornada de 10 horas.

Pero la agitación obrera continuó. Desde el otro lado del mar llegaban noticias alentadoras. Cediendo a la presión sindical, el Gobierno inglés promulgó una ley (1844) que redujo a 7 horas diarias el trabajo de los niños menores de 13 años, y limitó a 12 horas el de las mujeres. Se esperaba lograr pronto allí la jornada de 10 horas para los adultos, hombres y mujeres. En ese ambiente se reunió el primer Congreso Sindical Nacional de los Estados Unidos, el 12 de octubre de 1845, en Nueva York. Se tomaron medidas concretas para coordinar la lucha de los diferentes gremios y la que se llevaba a cabo en distintas ciudades. Se planteó la creación de una organización secreta permanente para la reivindicación de los derechos del trabajador.

El Congreso Sindical de Nueva York se fijó como tarea de acción inmediata la demanda del reconocimiento legal de la jornada de 10 horas y se convocó a mítines obreros en las principales ciudades para agitar públicamente esta exigencia. A esta etapa siguieron las huelgas, que alcanzaron excepcional amplitud en Pittsburgh, centro metalúrgico, donde 40.000 obreros mantenían una huelga de 6 semanas por la jornada de 10 horas. Pero los patrones no cedieron, y muchos inmigrantes recién llegados se dispusieron a asumir el puesto de los huelguistas. El movimiento fracasó. En otros lugares se lograron avances concretos: New Hampshire decretó la implantación de la jornada de 10 horas y numerosas fábricas hicieron lo mismo en otros Estados.

Pero la agitación cobró nuevos impulsos al divulgarse, en 1848, la noticia de que los obreros de una sociedad colonizadora en Nueva Zelanda habían obtenido la jornada de 8 horas. Sin embargo, no se estructuró un movimiento que respaldara esta aspiración. Las demandas se limitaron a exigir un máximo de 10 horas de trabajo por día.

Fue sólo a comienzos de 1866, una vez terminada la guerra de secesión, que renació la lucha por acortar la jornada de labor.

Otros avances se habían logrado entretanto. El Estado de Ohio adoptó la ley de 10 horas para las mujeres obreras, y los sindicatos de la construcción estaban vivamente impresionados al saber que los albañiles de Australia obtenían en esos días el reconocimiento de la jornada de 8 horas. Por otra parte, la reducción de la jornada de trabajo, que absorbería mayor cantidad de mano de obra, se convertía en una necesidad urgente por el retorno de los soldados desmovilizados y el cierre de las fábricas que trabajaban para la guerra. Además, los inmigrantes seguían afluyendo, por centenares y centenares de miles.

Al Congreso de Estados Unidos ingresaron más de media docena de proyectos de ley que proponían legalizar la jornada de 8 horas, y la Asamblea Nacional de Trabajo, celebrada en Baltimore en agosto de 1866, con representantes de 70 organizaciones sindicales, entre ellas 12 uniones nacionales, proclamó:

“La primera y gran necesidad del presente, para liberar al trabajador de este país de la esclavitud capitalista, es la promulgación de una ley por la cual la jornada de trabajo deba componerse de ocho horas en todos los Estados de la Unión Americana. Estamos decididos a todo hasta obtener este resultado”.

El mismo congreso sindical acordó crear comités para “recomendar” la reivindicación de las 8 horas, cometiendo el error de confiar únicamente en la buena voluntad de los poderes públicos para hacer ley su iniciativa.

Mientras, en Europa, la I Internacional (creada en 1864) había acordado en su Congreso de Ginebra, en 1866, agitar mundialmente la demanda de la jornada de trabajo de 8 horas. Los asalariados norteamericanos, en el Congreso Obrero de los Estados del Este, celebrado en Chicago en 1867, dedicaron gran parte de sus debates a las 8 horas. El hombre que impulsó las resoluciones sobre el tema fue Ira Steward, un mecánico autodidacta de Chicago, a quien daban el sobrenombre de “El maniático de las ocho horas”.

Steward sostenía que al acortarse la jornada de trabajo aumentaría la necesidad de mano de obra y que, por lo tanto, de allí surgiría el aumento de los salarios. Escéptico de la eficacia de la acción puramente sindical, Steward, en ausencia de un partido político autónomo de la clase obrera, proponía un método usado tradicionalmente por el movimiento sindical norteamericano: ejercer presión sobre los partidos del “stablishment” y no dar sus votos más que a los candidatos que aceptaran impulsar todo o parte del programa sindical.

LEY FEDERAL DE LAS OCHO HORAS

Finalmente, los esfuerzos de la clase obrera norteamericana lograron modificar la actitud del Gobierno, ya que no la de los empresarios privados. Siendo Presidente de los Estados Unidos Andrew Johnson, en 1868 se dictó la Ley Ingersoll, que establecía la jornada de 8 horas para los empleados de las oficinas federales y para quienes trabajaban en obras públicas. La Ley Ingersoll, dictada el 25 de junio de 1868, establecía:

“Artículo 1.º La jornada de trabajo se fija en ocho horas para todos los jornaleros u obreros y artesanos que el Gobierno de los Estados Unidos o el Distrito de Columbia ocupen de hoy en adelante. Sólo se permitirá trabajar como excepción más de ocho horas diarias en casos absolutamente urgentes que puedan presentarse en tiempo de guerra o cuando sea necesario proteger la propiedad o la vida humana. Sin embargo, en tales casos el trabajo suplementario se pagará tomando como base el salario de la jornada de ocho horas. Este no podrá ser jamás inferior al salario que se paga habitualmente en la región. Los jornaleros, obreros y artesanos ocupados por contratistas o subcontratistas de trabajos por cuenta del Gobierno de los Estados Unidos o del Distrito de Colombia serán considerados como empleados del Gobierno o del Distrito de Columbia. Los funcionarios del Estado que deban efectuar pagos por cuenta del Gobierno a los contratistas o subcontratistas deberán cerciorarse, antes de pagar, de que los contratistas o subcontratistas hayan cumplido sus obligaciones hacia sus obreros; no obstante, el Gobierno no será responsable del salario de los obreros.

Artículo 2.º Todos los contratos que se concerten en adelante por el Gobierno de los Estados Unidos o por su cuenta (o por el Distrito de Columbia, o por su cuenta), con cualquier corporación o persona, se basarán en la jornada de ocho horas, y todo contratista que exigiere o permitiere a sus obreros trabajar más de ocho horas por día estará contraviniendo la ley, salvo los casos de fuerza mayor previstos en el artículo 1.º.

Artículo 3.º Los que contravengan a sabiendas esta prescripción serán pasibles de una multa de 50 a 1.000 dólares, o hasta de seis meses de prisión, o de ambas penas conjuntamente”.

La jornada de 8 horas pasaba así a ser obligación “legal” en los Estados Unidos para las obras públicas, así como lo era ya para los trabajos privados en Australia. Los obreros industriales, entre tanto, seguían sometidos a una jornada de 11 y 12 horas diarias a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos.

Los grandes contratistas de obras públicas en construcción se opusieron, por supuesto, a la aplicación real de la jornada federal de 8 horas. Los patrones formaron una “Asociación de las Diez Horas”, tratando de demostrar que esa duración del tiempo de trabajo era “más provechosa para los trabajadores”. Eran los años en que Federico Engels le escribía a Carlos Marx que “a causa de la agitación por las 8 horas se han anulado contratos por más de un millón y medio de dólares”, tomando como base una información de la prensa norteamericana.

El Estado de California se había adelantado a los demás y decretado la jornada obligatoria de 8 horas para todos los trabajadores del sector público o del sector privado, a fines de 1868. Pero no hay evidencia de que esa progresista medida legal se haya aplicado en la práctica, así como hay fuertes dudas sobre la vigencia concreta de lo que mandaba la Ley Ingersoll para los trabajos públicos Un historiador del movimiento sindical norteamericano escribió: “La agitación en pro de la jornada de 8 horas, después de numerosas vicisitudes y de algunos éxitos legislativos que no fueren seguidos de aplicación práctica, no llegó a ningún resultado, y el pueblo obrero fue afectado por una profunda desilusión”. De allí arrancó el empuje que culminaría en los sucesos de Chicago, en mayo de 1886.

CRISIS Y CESANTIA

Con el estímulo de las luchas por acortar la jornada de trabajo, las organizaciones obreras se fueron extendiendo y fortaleciendo. En 1867, en Chicago se había creado el Partido Nacional Obrero, que planteó en su primera convención la búsqueda de un camino político independiente para la clase trabajadora. Instaba a los obreros a evitar ser utilizados políticamente por la burguesía, pero sus llamamientos no lograron calar en la masa. Cobró auge en cambio la “Liga por las Ocho Horas”, fundada en Boston en 1869, que levantó además una plataforma de lucha de corte socialista y proclamó la “guerra de clases a los capitalistas”. En 1870 se fundó la organización secreta “Los Caballeros del Trabajo”, de inspiración anarquista, a la cual se atribuyeron todos los atentados cuyos autores no pudo descubrir la policía, y que sería profusamente citada en el proceso de Chicago años más tarde. Sus dirigentes asumieron con posterioridad posiciones pro-capitalistas.

En septiembre de 1871 se efectuó una gran manifestación pública por la jornada de 8 horas en Nueva York, a la que asistieron más de 20.000 trabajadores, una cifra considerable entonces. Participaron principalmente franceses y alemanes emigrados, miembros de la Internacional, y también obreros propiamente norteamericanos.

En 1872 libraron importantes combates por las 8 horas los obreros mueblistas y de otros ramos afines, que lograron satisfacción para sus demandas, pero los cabecillas fueron engañados posteriormente por los patrones, despedidos de su ocupación, y fue nuevamente prolongada la jornada de trabajo. La organización sindical era débil aún, y fragmentada, como para poder exigir el cumplimiento de los acuerdos. Fue brotando así la idea de una huelga general para una fecha determinada; lo que se concretaría 14 años más tarde, el 1° de mayo de 1886. 1º de mayo

Entre tanto, en 1873, las cosas empeoraron repentinamente para los trabajadores. La crisis que se veía venir llegó finalmente, arrojando a la cesantía a centenares de miles de obreros. Las fábricas cerraban sus puertas y los cesantes vagaban como lobos por las calles, alimentándose de los desperdicios que encontraban en las latas de basuras. El invierno de 1872-73 dejó un horrible saldo de muertos de hambre y frío, como no se tenía memoria en los Estados Unidos. Sólo en el Estado de Nueva York había 200.000 cesantes.

El 13 de enero de 1873, la Sección Norteamericana de la Internacional convocó a un mitin de desocupados en Nueva York para demostrar al Gobierno del Estado su situación y pedir solución a su miseria. Se exigía una ración diaria de alimentos para los cesantes, la iniciación de obras públicas para dar trabajo a los necesitados y una prórroga legal para el pago de arriendos y alquileres modestos. Se quería evitar que fueran lanzadas a la calle (y expuestas a morir de frío) las familias que no podían cubrir la renta por hallarse el padre o el esposo sin trabajo.

La manifestación conmovió a la ciudad y, en bullicioso desfile, los cesantes se dirigieron al Ayuntamiento para hacer presentes sus demandas. Cuando llegaban allí, fueron atacados por una horda de polizontes, que apareció de improviso, apaleando y sableando a todo el mundo, incluso mujeres y niños. Centenares de heridos y contusionados quedaron sobre los adoquines de la zona céntrica de Nueva York, y otros centenares de pobres fueron detenidos y puestos a disposición de los tribunales “por resistir órdenes de la policía”.

La gran prensa ventiló falsedades e injurias sobre las heridas y el hambre de los cesantes tan ferozmente reprimidos. “Era un mitin público de ladrones ociosos”, dijo un diario de Nueva York. “Hay que prepararles comidas envenenadas si quieren comer a costa del Gobierno”, escribió otro en Chicago. Los editoriales llamaron a eliminar “la peste de miserables” que asolaba la ciudad.

Paralelamente, la exigencia de las 8 horas de trabajo se hacía cada vez más fuerte, presentada incluso como una forma de aumentar la floja demanda de mano de obra. “Los Caballeros del Trabajo”, en un programa hecho público en 1874, declaraban que se esforzarían por obtener las 8 horas, “negándose a trabajar jornadas más largas, incluso a través de una huelga general”. En una larga lista de reformas y reivindicaciones, proclamaban su propósito de “obtener la reducción gradual de la jornada de trabajo a 8 horas por día, a fin de gozar en alguna medida de los beneficios de la adopción de máquinas en reemplazo de la mano de obra”.

LA GRAN HUELGA FERROVIARIA

Ese mismo año (1874), el Estado de Massachusetts decretaba la jornada máxima de 10 horas para mujeres y niños, mientras la agitación prendía ahora entre los ferroviarios, que no tardaron en lanzar una huelga de grandes proporciones.

En junio de 1877, los dueños de los ferrocarriles comunicaron a los trabajadores que sus salarios serían reducidos en un 10%, porque las empresas “estaban perdiendo dinero” con motivo de la crisis. Esta fue la gota que colmó el vaso. Desde 1873, el salario de los trabajadores había disminuido ya en un 25% para salvar las ganancias de los propietarios. La huelga estalló en Pittsburgh y en menos de 2 semanas se había extendido a 17 Estados. Era el movimiento más vasto que hasta entonces enfrentara el gran capital norteamericano.

Los magnates ferroviarios consiguieron que el Gobierno movilizara al Ejército contra los huelguistas, que habían incorporado entre tanto la demanda de una jornada laboral de 8 horas, y no tardaron en producirse enfrentamientos violentos entre obreros y soldados. En Maryland quedaron 10 obreros muertos después de un choque frontal con las tropas. En Pittsburgh, los trabajadores corrieron a pedradas a los militares, para luego asaltar la maestranza del ferrocarril local, donde destruyeron 120 locomotoras e incendiaron 1.600 vagones. En Reading, los obreros desarmaron a una compañía de soldados y confraternizaban con ellos cuando fueron atacados por tropas de refuerzo, que aparecieron imprevistamente. Entonces, algunos militares fueron muertos y hubo numerosas víctimas entre los obreros. En Saint Louis la huelga abarcó a todos los oficios y los trabajadores se apoderaron de la ciudad. Fue cortado el tránsito por los puentes que cruzan el Mississippi, y durante 8 días los sindicatos administraron tiendas y fábricas y dictaron sus propias leyes. Finalmente, fueron sangrientamente reprimidos.

La lucha de clases se hizo tan violenta que la burguesía organizó grupos civiles armados para proteger sus riquezas. La prensa “de orden” exaltaba diariamente a pertrecharse y a extender las bandas armadas antiobreras. Se formaron así verdaderas milicias privadas, cuando no grupos de matones y hasta empresas de rompehuelgas, con sucursales en los centros industriales más importantes, al servicio de los propietarios. La más famosa de estas organizaciones, que alcanzaría triste renombre en los sucesos de Chicago, fue la de los hermanos Pinkerton, que había reclutado algunos cientos de scabs (“amarillos”), que enviaban a quebrar huelgas allí donde la presión obrera se hacía sentir en demanda de la jornada de 8 horas. Los Pinkerton, además, proporcionaban bandas armadas, espías, provocadores y hasta asesinos a sueldo. Algunas autoridades hacían caso omiso de la existencia de estas organizaciones criminales e incluso borraban los antecedentes penales de sus integrantes, a condición de que mostraran ferocidad en su cometido, disolviendo mítines obreros, delatando a los dirigentes o agrediéndolos.

NACE LA AFL

Pese a la ofensiva en su contra, el movimiento obrero norteamericano siguió fortaleciéndose. En 1881 se constituyó en Pittsburgh la American Federation of Labor (AFL), Federación Norteamericana del Trabajo, que exigió en su primer congreso un más riguroso cumplimiento de la jornada de 8 horas para los que trabajaban en obras públicas. En su segundo congreso, celebrado en Cleveland en 1882, la AFL aprobó una declaración, presentada por los delegados de Chicago, para que se extendiera el beneficio de las 8 horas a todos los trabajadores, sin distinción de oficio, sexo o edad:

“Como representantes de los trabajadores organizados, declaramos que la jornada de trabajo de ocho horas permitirá dar más trabajo por salarios aumentados. Declaramos que permitirá la posesión y el goce de más bienes por aquellos que los crean. Esta ley aligerará el problema social, dando trabajo a los desocupados. Disminuirá el poder del rico sobre el pobre, no porque el rico se empobrezca, sino porque el pobre se enriquecerá. Creará las condiciones necesarias para la educación y mejoramiento intelectual de las masas. Disminuirá el crimen y el alcoholismo... Aumentará las necesidades, alentará la ambición y disminuirá la negligencia de los obreros. Estimulará la producción y aumentará el consumo de bienes por las masas. Hará necesario el empleo cada vez mayor de máquinas para economizar la fuerza de trabajo... Disminuirá la pobreza y aumentará el bienestar de todos los asalariados”.

El tercer congreso de la AFL (1883) acordó solicitar al Presidente de los Estados Unidos que impulsara la ley de las 8 horas, y además envió una nota a los comités nacionales de los Partidos Republicano y Demócrata, para que definieran sus respectivas posiciones sobre la jornada de 8 horas y otras reivindicaciones de los trabajadores.

Los preparativos de la huelga general del 1° de mayo de 1886 habían empezado a gestarse dos años antes, en noviembre de 1884, cuando se reunió en Chicago el IV Congreso de la AFL (La AFL se llamaba entonces Federación de Sindicatos Organizados y Uniones Laborales de los EE.UU. y Canadá.) En el IV Congreso se pudo constatar, desde la primera sesión plenaria, el cambio producido en el espíritu de los dirigentes sindicales. Las dilaciones y negativas con que contestaron a sus demandas los partidos políticos los empujaron a buscar nuevas formas de acción, basadas en sus propias fuerzas. Su decisión se fortaleció por la experiencia internacional conquistada por la clase obrera en aquellos años y, sobre todo, por la del movimiento sindicalista inglés.

DEMANDA UNICA Y SOSTENIDA

Uno de los autores de la proposición que meses más tarde sacudiría a los Estados Unidos, Frank K. Foster, afirmó ante sus compañeros: “Una demanda concertada y sostenida por una organización completa producirá más efecto que la promulgación de millares de leyes, cuya vigencia dependerá siempre del humor de los políticos... El espíritu de organización está en el aire, pero el costo que hemos pagado por nuestra inexperiencia, el sectarismo y la falta de espíritu práctico representan todavía grandes obstáculos para lanzar una huelga general”.

Otros delegados al Congreso pusieron en evidencia que los únicos resultados realmente serios en cuanto a las 8 horas se habían logrado fuera de toda legislación, por acuerdos directos con los empresarios bajo la presión de la movilización sindical. En el curso de sus intervenciones, Foster sugería que todos los sindicatos manifestaran su voluntad unánime, apoyados por la organización entera, haciendo una huelga general por la jornada de 8 horas. Gabriel Edmonston, que compartía ese punto de vista, hizo entonces una proposición práctica: a partir del 1° de mayo de 1886 se obligaría a los industriales a respetar sin más la jornada de 8 horas. Donde los patrones se negaran, se declararía la huelga de inmediato. En el plazo previo a la fecha fijada, se llevaría la consigna por todo el país y la prensa obrera agitaría esa demanda básica de los asalariados. El 1° de mayo de 1886 debería estar todo listo para una gran huelga general de costa a costa. Foster y Edmonston fueron, pues, los autores de aquella proposición, cuyos alcances históricos muy pocos intuyeron entonces.

Para los historiadores, un punto no está claro: ¿por qué se eligió precisamente el 1° de mayo como la fecha en que debería estallar la huelga general en todos los Estados Unidos?. La explicación más atendible es la que recuerda que por ese entonces el 1° de mayo era la fecha en que debían renovarse los contratos colectivos de trabajo, así como otras obligaciones generales, los arriendos de tierras y convenciones similares. Era el “moving-day” (día de mudanza) norteamericano, equivalente a los compromisos de trabajo que se iniciaban el día de San Juan en el Sur de Francia por esos años, o en Navidad en otras regiones de Europa, o en el día de San Martín. Además, el año designado (1886) daba el tiempo suficiente para que los patrones fueran advertidos y conocieran las demandas y las consecuencias de su negativa, sin poder pretextar después la sorpresa de la petición como factor para rechazarla.

La proposición de Gabriel Edmonston (aprobada por el Congreso) decía: “La Federación de Sindicatos Organizados y Uniones Laborales de los Estados Unidos y Canadá ha resuelto que la duración de la jornada de trabajo, desde el 1º de mayo de 1886, será de 8 horas, y recomendamos a las organizaciones sindicales de todo el país hacer respetar esta resolución a partir de la fecha convenida”. Gracias a una intensa propaganda, pronto la resolución de Chicago echó firmes raíces en el seno de la clase obrera.

El Congreso de “Los Caballeros del Trabajo”, reunido en la ciudad de Hamilton, también decidió auspiciar la agitación por la huelga general hasta la obtención de las 8 horas. En todo el país se crearon grupos locales, especialmente encargados de la preparación del movimiento, que organizaron mítines y manifestaciones, repartieron folletos y periódicos, promovieron huelgas parciales, asambleas, conferencias, recolección de firmas y otras actividades de agitación.

En California y toda la costa Oeste de los Estados Unidos, la Federación de Carpinteros tomó en 1885 la iniciativa del movimiento por la reducción de la jornada de trabajo, mientras la AFL, en su Congreso de Washington (diciembre de 1885), renovó la decisión de Chicago. El sindicato de obreros mueblistas propuso que en cada ciudad se organizara un frente único de todas las organizaciones gremiales, para que presentaran a los patrones el contrato-tipo preparado por la asesoría legal de la AFL, y que debía entrar en vigencia el 1° de mayo de 1886. Así se acordó.

A medida que la fecha fijada se acercaba, las organizaciones sindicales trabajaban animosamente. El número de sus adherentes se había triplicado en esos meses. En Chicago, el “Comité por las 8 Horas” puso en guardia contra las huelgas parciales o mal organizadas, que podrían tener como consecuencia lock-outs y que “pueden hacer abortar el movimiento”. La Cámara Sindical de los carpinteros y ebanistas de la misma ciudad advirtió a los patrones, por carta certificada, que el 1° de mayo debía iniciarse la “jornada normal” y comprometió a sus miembros a detener absolutamente el trabajo en los talleres en que no se aplicasen las 8 horas.

Pese a las orientaciones de los dirigentes, que trataban de contener los movimientos parciales para lanzarlos al unísono cuando llegara mayo, en abril de 1886 la presión de las masas derivó en innumerables huelgas en diversas ciudades del país. En los Estados de Ohio, Illinois, Michigan, Pennsylvania y Maryland la marea se hizo incontenible. El Presidente Grover Cleveland llevó la cuestión obrera al Congreso, donde no vaciló en afirmar: “Las condiciones presentes de las relaciones entre el capital y el trabajo son, en verdad, muy poco satisfactorias, y esto en gran medida por las ávidas e inconsideradas exacciones de los empleadores”.

Ante la pujanza del movimiento sindical, ciertas empresas no pudieron esperar la fecha fijada para conceder las 8 horas sin disminuir los salarios. Más de 30.000 obreros se beneficiaron ya en el mes de abril, principalmente los mineros de Virginia.

1º DE MAYO DE 1886

Por fin, la fecha tan esperada llegó. La orden del día, uniforme para todo el movimiento sindical era precisa: ¡A partir de hoy, ningún obrero debe trabajar más de 8 horas por día! ¡8 horas de trabajo! ¡8 horas de reposo! ¡8 horas de recreación!. Simultáneamente se declararon 5.000 huelgas y 340.000 huelguistas dejaron las fábricas, para ganar las calles y allí vocear su demandas.

En Nueva York, los obreros fabricantes de pianos, los ebanistas, los barnizadores y los obreros de la construcción conquistaron las 8 horas sobre la base del mismo salario. Los panaderos y cerveceros obtuvieron la jornada de 10 horas con aumento de salario. En Pittsburgh, el éxito fue casi completo. En Baltimore, tres federaciones ganaron las 8 horas: los ebanistas, los peleteros y los obreros en pianos-órganos. En Chicago, 8 horas sin disminuir sus salarios: embaladores, carpinteros, cortadores, obreros de la construcción, tipógrafos, mecánicos, herreros y empleados de farmacia; 10 horas con aumento de salario: carniceros, panaderos, cerveceros. En Newark, los sombrereros, cigarreros, obreros en máquinas de coser Singer, obtuvieron las anheladas 8 horas. En Boston, los obreros de la construcción. En Louisville, los obreros del tabaco. En Saint Louis, los mueblistas, y en Washington, los pintores... En total, 125.000 obreros conquistaron la jornada de 8 horas el mismo 1° de mayo. A fin de mes serían 200.000, y antes que terminara el año, un millón. No era la victoria absoluta; pero se había obtenido un resultado importante, por sobre, incluso, de algunas fallas en el movimiento obrero. “Jamás en este país ha habido un levantamiento tan general de las masas industriales” (expresaba un informe de la AFL) “El deseo de una disminución de la jornada de trabajo ha impulsado a millares de trabajadores a afiliarse a las organizaciones existentes, cuando muchos, hasta ahora, habían permanecido indiferentes a la acción sindical”.

En Chicago, los sucesos tomaron un giro particularmente conflictivo. Los trabajadores de esa ciudad vivían en peores condiciones que los de otros Estados. Muchos debían trabajar todavía 13 y 14 horas diarias; partían al trabajo a las 4 de la mañana y regresaban a las 7 u 8 de la noche, o incluso más tarde, de manera que “jamás veían a sus mujeres y sus hijos a la luz del día”. Unos se acostaban en corredores y desvanes; otros, en inmundas construcciones semiderruidas, donde se hacinaban numerosas familias. Muchos no tenían ni siquiera alojamiento. Por otra parte, la generalidad de los empleadores tenía una mentalidad de caníbales. Sus periódicos escribían que el trabajador debía dejar al lado su “orgullo” y aceptar ser tratado como “máquina humana”. El “Chicago Tribune” osó decir. “El plomo es la mejor alimentación para los huelguistas... La prisión y los trabajos forzados son la única solución posible a la cuestión social. Es de esperar que su uso se extienda”.

No era extraño que en ese cuadro Chicago fuese el centro más activo de la agitación revolucionaria en los Estados Unidos y cuartel general del movimiento anarquista en América: Dos organizaciones dirigían la huelga por las 8 horas en Chicago y todo el Estado de Illinois: la Asociación de Trabajadores y Artesanos y la Unión Obrera Central, pero eran sus exaltados periódicos obreros los polos en torno a los cuales giraba la acción reivindicativa.

Uno de estos periódicos era escrito en alemán, el “Arbeiter Zeitung”, que aparecía tres veces a la semana, dirigido por August Spies, de orientación anarquista, y otro, “The Alarm”, en inglés, dirigido por el socialista Albert Parsons. Junto a ellos, un brillante grupo de agitadores, periodistas y oradores de verbo encendido insuflaba el ímpetu peculiar que caracterizaba la lucha obrera en ese Estado. La mayoría de ellos pasaría a la Historia como los “Mártires de Chicago”: Fielden, Schwab, Fischer, Engel, Lingg, Neebe.

DESENLACE SANGRIENTO

Pese a los éxitos parciales de algunos sindicatos, la huelga en Chicago continuaba. Una sola usina seguía echando su humo negro sobre la región: la fábrica de maquinaria agrícola McCormik, al Norte de Chicago. El fundador de la usina, Cyrus McCormik, había muerto poco antes y dejado en el testamento una suma considerable de dinero para levantar una iglesia. Pero su heredero resolvió construir el templo sacando los fondos de un descuento obligatorio a sus obreros, que lo rechazaron. El 16 de febrero de 1886 estalló la huelga. Entonces, McCormik hijo contrató cientos de rompehuelgas a través de los hermanos Pinkerton y desalojaron en medio día la fábrica, que estaba ocupada por los trabajadores.

Cuando estalló la huelga general del 1° de mayo, McCormik seguía funcionando con el trabajo de los rompehuelgas, y no tardaron en producirse choques entre los restantes trabajadores de la ciudad y los “amarillos”. El ambiente ya estaba caldeado, porque la policía había disuelto violentamente un mitin de 50.000 huelguistas en el centro de Chicago, el 2 de mayo. El día 3 se hizo una nueva manifestación, esta vez frente a la fábrica McCormik, organizada por la Unión de los Trabajadores de la Madera. Estaba en la tribuna el anarquista August Spies, cuando sonó la campana anunciando la salida de un turno de rompehuelgas. Sentirla y lanzarse los manifestantes sobre los “scabs” (amarillos) fue todo uno. Injurias y pedradas volaban hacia los traidores, cuando una compañía de policías cayó sobre la muchedumbre desarmada y, sin aviso alguno, procedió a disparar a quemarropa sobre ella. 6 muertos y varias decenas de heridos fue el saldo de la acción policial.

Enardecido por la matanza, Fischer voló a la Redacción del “Arbeiter Zeitung”, donde escribió una vibrante proclama, con la cual se imprimieron 25.000 octavillas y que sería luego pieza principal de la acusación en el proceso que terminó con su ahorcamiento. Decía:

“Trabajadores: la guerra de clases ha comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormik, se fusiló a los obreros. ¡Su sangre pide venganza!

¿Quién podrá dudar ya que los chacales que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora? Pero los trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al terror blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la muerte que la miseria.

Si se fusila a los trabajadores, respondamos de tal manera que los amos lo recuerden por mucho tiempo.

Es la necesidad lo que nos hace gritar: “¡A las armas!”.

Ayer, las mujeres y los hijos de los pobres lloraban a sus maridos y a sus padres fusilados, en tanto que en los palacios de los ricos se llenaban vasos de vino costosos y se bebía a la salud de los bandidos del orden...

¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís!

¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!”.

La proclama terminaba convocando a una gran concentración de protesta para el 4 de mayo, a las cuatro de la tarde, en la plaza Haymarket, y concluía con las palabras: “¡Trabajadores, concurrid armados y manifestaos con toda vuestra fuerza!”. Esta frase (y aquella que decía “¡A las armas!”) fueron tachadas por Spies, director de la imprenta, y él mismo vigiló especialmente que no la incluyeran los tipógrafos. Sin embargo, cuando posteriormente la Policía se incautó de los originales, convirtió esa frase no publicada en el núcleo central de la acusación.

En Haymarket se reunieron unas 15.000 personas. La mayoría de los que posteriormente serían los mártires de Chicago se hallaba a esa hora en la Redacción del “Arbeiter Zeitung”. Parsons estaba con su mujer y dos hijos; lo acompañaba una obrera con la que iban a discutir la organización de las costureras. Fielden y Schwab también estaban allí. Schwab abandonó la reunión para asistir a un mitin en Deering. Cuando discutían sobre la incorporación de las costureras a la lucha por las 8 horas, mujeres particularmente explotadas que entonces trabajaban sobre 15 horas diarias, un obrero se presentó diciendo que en la concentración faltaban oradores en inglés. Todos dejaron el local del periódico y fueron allí, donde Spies ocupaba la tribuna. Le sucedió Parsons, que habló por espacio de una hora. Luego, Fielden. Los discursos eran moderados y la muchedumbre se comportaba con tranquilidad, pese a la gravedad de la masacre del día anterior frente a McCormik.

El alcalde de Chicago, Carter H. Harrison, que presenciaba el mitin para pulsar el ambiente, se fue a casa al concluir de hablar Parsons, dándole órdenes al capitán de Policía Bonfield, a cargo de la tropa, de que la retirara. Empezaba a llover, como culminación de un día helado y húmedo. Fielden estaba aún en la tribuna y la gente comenzaba a dispersarse. Algunos obreros se dirigieron incluso al Zept Hall, cervecería que quedaba en las proximidades, para seguir a través de sus ventanas la manifestación. En la plaza, la muchedumbre ya estaba reducida a unos pocos miles cuando 180 policías avanzaron de pronto sobre los manifestantes con los capitanes Bonfield y Ward al frente, quienes ordenaron terminar el mitin de inmediato y a sus hombres tomar posiciones de disparar. Ya se alzaban los fusiles cuando, desde el montón informe de los manifestantes, se vio salir un objeto humeante del tamaño de una naranja, que cayó entre dos filas de los policías, levantando un poderoso estruendo y arrojando por tierra a todos los que se encontraban cerca. Sesenta policías quedaron heridos de inmediato y uno muerto, en medio de tremenda confusión. Fue la señal para que se desatara un pánico loco y una carnicería más terrible que la de la víspera. Rehechos en sus filas y apoyados por refuerzos, los policías cargaron salvajemente sobre la multitud, disparando y golpeando a diestra y siniestra. El balance dejó un total de 38 obreros muertos y 115 heridos. Otros 6 policías alcanzados por la bomba murieron en el hospital.

Esa misma noche, Chicago fue puesto en estado de sitio, se estableció el toque de queda y la tropa ocupó militarmente los barrios obreros. Al día siguiente, la nación estaba conmocionada por los sucesos y la gran prensa no reparó en nada para calumniar a radicales, anarquistas, socialistas y trabajadores extranjeros, sobre todo a los alemanes. El 5 de mayo, “The New York Times” daba por hecho que los anarquistas eran los culpables del lanzamiento de la bomba. La policía, al mando del capitán Michael Schaack, realizó una batida contra 50 supuestos “nidos” de anarquistas y socialistas y detuvo e interrogó de manera brutal a unas 300 personas.

El jefe de Policía Ebersold, hablando tres años más tarde sobre aquellos hechos, decía: “Schaack quería mantener la tensión. Deseaba encontrar bombas por todos lados... Y hay algo que no sabe el público. Una vez desarticuladas las células anarquistas, Schaack quiso que se organizasen de inmediato nuevos grupos... No quería que la "conspiración" pasase; deseaba seguir siendo importante a los ojos del público”.

La policía estaba más interesada en conseguir pruebas en contra de los detenidos que en localizar al que había arrojado la bomba. Se ofreció dinero y trabajo a cuantos se ofrecieron a testificar a favor del Estado.

Los locales sindicales, los diarios obreros y los domicilios de los dirigentes fueron allanados, salvajemente golpeados ellos y sus familiares, destruidos sus bibliotecas y enseres, escarnecidos y, finalmente, acusados en falso de ser ellos quienes habían confeccionado, transportado hasta la plaza de Haymarket y arrojado la bomba que desencadenó la feroz matanza. Ninguno de los cargos pudo ser probado, pero todo el poder del gran capital, su prensa y su justicia, se volcaron para aplicar una sanción ejemplar a quienes dirigían la agitación por la jornada de 8 horas. Spies, Parsons, Fielden, Fischer, Engel, Schwab, Lingg y Neebe pagaron con sus vidas, o la cárcel, el crimen de tratar de poner un límite horario a la explotación del trabajo humano.

El 11 de noviembre de 1887, un año y medio después de la gran huelga por las 8 horas, fueron ahorcados en la cárcel de Chicago los dirigentes anarquistas y socialistas August Spies, Albert Parsons, Adolf Fischer y George Engel. Otro de ellos, Louis Lingg, se había suicidado el día anterior. La pena de Samuel Fielden y Michael Schwab fue conmutada por la de cadena perpetua, es decir, debían morir en la cárcel, y Oscar W. Neebe estaba condenado a quince años de trabajos forzados. El proceso había estremecido a Norteamérica y la injusta condena (sin probárseles ningún cargo) conmovió al mundo. Cuando Spies, Parsons, Fischer y Engel fueron colgados, la indignación no pudo contenerse, y hubo manifestaciones en contra del capitalismo y de sus jueces en las principales ciudades del mundo. De allí empezó a celebrarse cada 1° de mayo el “Día Internacional de los Trabajadores”, conmemorando exactamente el inicio de la huelga por las 8 horas y no su aberrante epílogo. Pero fue el sacrificio de los héroes de Chicago el que grabó a fuego en la conciencia obrera aquella fecha inolvidable.

LOS HECHOS

Luego del enfrentamiento de huelguistas y esquiroles frente a la fábrica McCormik, la tarde del 3 de mayo de 1886 se reunió en Chicago el grupo socialista de trabajadores alemanes “Lehr und Wehr Verein” (Asociación de Estudio y Lucha). Con asistencia de Engel y Fischer, se acordó convocar un mitin de protesta en la plaza Haymarket, para el día siguiente por la tarde (4 de mayo). Fischer se entrevistó con Spies el día 4 por la mañana, comprometiéndolo a hablar en aquel mitin.

Parsons no estaba en la ciudad. Se hallaba en Cincinnati. Llegó el día 4 en la mañana a Chicago y, sin saber de la concentración, queriendo ayudar a su esposa en la organización de las costureras, convocó a una reunión en las oficinas del diario “Arbeiter Zeitung”. Al mismo lugar llegaron Fielden y Schwab, donde Parsons se presentó con su esposa mexicana, Lucy González, dos de sus hijos y miss Holmes, del gremio de las costureras.

Schwab partió a un mitin en Deering, donde estuvo hasta las diez y media de la noche. En ese momento vinieron a buscar a Parsons, porque en la plaza de Haymarket faltaban oradores en inglés, y fue éste con toda su familia. Hablaron allí Spies, Parsons y Fielden, que debía cerrar la manifestación.

Mientras continuaba hablando Fielden, Parsons fue al cercano local Zept Hall para protegerse de la lluvia, que empezaba a caer. Allí se encontraba ya Fischer. En la tribuna seguían Fielden, que era el orador, y Spies, cuando de pronto (según el testimonio del apóstol cubano José Martí, entonces corresponsal de prensa en los Estados Unidos) “se vio descender sobre sus cabezas, caracoleando por el aire, un hilo rojo. Tiembla la tierra, húndese el proyectil cuatro pies en su seno; caen rugiendo, uno sobre otros, los soldados de las dos primeras líneas; los gritos de un moribundo desgarran el aire”.

Esa bomba lanzada por mano anónima fue seguida del fusilamiento de la multitud por la policía, dejando a 38 obreros muertos y 115 heridos y puso en difícil situación a los dirigentes. Se hallaron (en palabras de Martí) “acusados de haber compuesto y ayudado a lanzar, cuando no lanzado, la bomba del tamaño de una naranja que tendió por tierra las filas delanteras de los policías, dejó a uno muerto, causó después la muerte de seis más y abrió en otros 50 heridas graves...”.

En la redada policial que siguió a la masacre (más de 300 detenidos en un día), bajo estado de sitio, toque de queda y ocupación militar de los barrios obreros, fueron aprehendidos Spies, Schwab y Fischer, en las oficinas del “Arbeiter Zeitung”, esa misma noche. A Fielden, herido, lo sacaron de su casa. A Engel y Neebe, de sus casas también. Lingg fue apresado en su buhardilla, luego de enfrentarse a bofetadas con los policías que lo iban a detener. Le hallaron bombas. Parsons logró escapar, pero se presentó voluntariamente al Tribunal, al iniciarse el proceso, para compartir la suerte de sus compañeros.

EL PROCESO

El 17 de mayo de 1886 se reunió el Tribunal Especial, ante el cual comparecieron: August Spies, 31 años, periodista y director del “Arbeiter Zeitung”; Michael Schwab, 33 años, tipógrafo y encuadernador; Oscar W. Neebe, 36 años, vendedor, anarquista; Adolf Fischer, 30 años, periodista; Louis Lingg, 22 años, carpintero; George Engel, 50 años, tipógrafo y periodista; Samuel Fielden, 39 años, pastor metodista y obrero textil; Albert Parsons, 38 años, veterano de la guerra de secesión, ex candidato a la Presidencia de los Estados Unidos por los grupos socialistas, periodista; Rodolfo Schnaubelt, cuñado de Schwab, y los traidores William Selinger, Waller y Scharader, ex integrantes del movimiento obrero que testificaron en falso contra quienes llamaban “camaradas” y cuyo perjurio fue posteriormente comprobado, cuando ya sus declaraciones habían sido acogidas por el Tribunal y ahorcados cuatro de los acusados.

El 21 de junio de 1886 se procedió al examen de jurados entre 981 candidatos, ante el juez Joseph E. Gary, que debía seleccionar a 12 de ellos. 5 ó 6 obreros, que se presentaron como posibles jurados, fueron recusados por el ministerio público. Se admitió sólo a los individuos que daban garantías de sustentar prejuicios antisocialistas o antianarquistas, predispuestos con anticipación contra los detenidos, a quienes se acusó formalmente de “conspiración de homicidio”, por la muerte del policía Mathias Degan, alcanzado por la bomba, y por otros 69 cargos. 5 de los acusados habían nacido en Alemania y uno en Inglaterra, lo que estimulaba las acusaciones contra la “inspiración foránea” de la agitación obrera.

En realidad; siguiendo el testimonio de Martí, se los procesaba “por explicar en la prensa y en la tribuna las doctrinas cuya propaganda les permitía la ley. En Nueva York, entre tanto, los culpables en un caso de incitación directa a la rebeldía habían sido castigados ¡con doce meses de cárcel y 250 dólares de multa!”.

Nada se decía en la acusación de la huelga nacional por la jornada de 8 horas, y menos de las condiciones de vida que sufrían los obreros en los Estados Unidos. Los acusadores estaban obsesionados por “la conspiración de la dinamita”, y aseguraban que Schnaubelt (cuñado de Schwab) había arrojado la bomba en Haymarket, que Spies y Fischer le habían ayudado en esa tarea, que Lingg la habría fabricado y transportado hasta la plaza...

Después de 22 días de examen de candidatos, el Gran Jurado estuvo dispuesto para la vista de la causa. Entre tanto, el alguacil especial Henry Rice se jactaba ante sus amigos, como se supo posteriormente, de que él mismo se había encargado de prepararlo todo para que formasen parte del Jurado sólo hombres declaradamente adversos a los acusados y éstos no escaparan así de la horca.

El 15 de julio de 1886, el fiscal Grinnell, como representante del Estado de Illinois, empezó la acusación por los delitos de conspiración y asesinato de policías, prometiendo probar en el juicio quién había arrojado la bomba en la plaza Haymarket. Fundaba la acusación en que los procesados pertenecían a una “asociación secreta” que se proponía hacer la revolución social y destruir el orden establecido, empleando la dinamita para ello.

El 1º de mayo (según Grinnell) era el día señalado para iniciar la subversión, “pero causas imprevistas lo impidieron”. Así quedó aplazada, decía, para el 4 de mayo en la plaza de Haymarket. El plan revolucionario, dijo el fiscal, había sido preparado por August Spies, pero no sólo eso, también éste había encendido la mecha de la bomba, antes de que la lanzara Schnaubelt sobre los policías. Seguía el fiscal: “La vasta conspiración es obra de la Internacional. Los miembros de dicha asociación se dedican, unos a la propaganda, otros a la fabricación de bombas y otros a entrenar en el manejo de las armas a sus afiliados”.

Demostró Grinnell que todos los acusados eran anarquistas o socialistas, lo que ellos reconocieron de buen grado, pero no pudo probar su participación directa en el delito que les imputaba.

Los testigos utilizados por la acusación eran el capitán de Policía Bonfield, que ordenó disparar contra la multitud en Haymarket, y los ex anarquistas Waller, Schrader y Selinger, que declararon contra sus antiguos camaradas, pagados o coaccionados por la policía: Waller aseguraba que sí existió conspiración, pero se confundió ante las miradas de los que lo habían considerado un compañero, y entonces el fiscal interrogó a Schrader. Pero éste, “más cobarde que vil”, titubeó tanto, su declaración se hizo tan contradictoria y torpe, que el procurador del Estado gritó a la defensa: “Llevaos este testigo: no es nuestro, es vuestro”.

El testigo Gillmer dijo que vio a Schnaubelt (cuñado de Schwab) arrojar la bomba ayudado por Fischer y Spies, pero se probó que Fischer estaba en ese momento fuera de la plaza, en el Zept Hall, y Spies en la tribuna de oradores, y que Schnaubelt estaba en un sitio de la plaza distinto al lugar desde donde fue arrojada la bomba.

Para probar la existencia de una “conspiración”, el fiscal recurrió a la prensa anarquista, presentando fragmentos de artículos y reproducción de discursos de los procesados, muy anteriores a los sucesos materia de juicio. Las citas eran amañadas y absolutamente fuera de contexto, pero se leyeron de manera melodramática ante los jurados, y se exaltaron las pasiones de los mismos exhibiéndoles bombas reales, armas, dinamita y hasta uniformes ensangrentados de los policías heridos en Haymarket. Pero no se demostró judicialmente ninguna relación concreta entre la bomba arrojada allí y los procesados.

José Martí dijo expresamente en su crónica de los sucesos: “No se pudo probar que los ocho acusados del asesinato del policía Degan hubieran preparado ni encubierto siquiera una conspiración que rematase con su muerte. Los testigos fueron los policías mismos, y cuatro anarquistas comprados, uno de ellos confeso de perjurio. Lingg mismo, cuyas bombas eran semejantes, como se vio por el casquete, a la de Haymarket, estaba, según el proceso, lejos de la catástrofe. Parsons, contento de su discurso (ya pronunciado), contemplaba la multitud desde un lugar vecino. El perjuro fue quien dijo, y desdijo luego, que vio a Spies encender el fósforo con que se prendió la mecha de la bomba, que Ling "cargó con otro hasta un rincón cercano a la plaza en un baúl de cuero", que la tarde de los seis muertos en McCormik acordaron los anarquistas, a petición de Engel, armarse para resistir nuevos ataques. Que Spies estuvo un instante en el lugar en que se tomó el acuerdo. Que en su despacho había bombas, y en una u otra casa, "Manuales de guerra revolucionaria". Lo que sí se probó con plena prueba fue que, según todos los testigos adversos, el que arrojó la bomba era un desconocido”.

La defensa acusó al capitán Bonfield, a cargo de la Policía en Haymarket, de estar pagado por la “Citizens Association”, una “organización burguesa de conspiradores capitalistas”, que venía buscando el momento para descabezar el movimiento obrero en Chicago. Spies llegó a decir: “Somos acusados de conspiración por los verdaderos conspiradores y sus instrumentos... Si no se hubiera arrojado esa bomba, igual habría hoy centenares de viudas y de huérfanos... Bonfield, el hombre que haría avergonzar a los héroes de la noche de San Bartolomé, el ilustre Bonfield que habría prestado innegables servicios a Doré como modelo para los demonios de Dante, Bonfield era el hombre capaz de llevar a la práctica la conspiración de la "Citizens Association" de nuestros patricios”.



LA EJECUCION

El 11 de noviembre de 1887 se consumó el crimen legal. Engel, Spies, Parsons y Fischer fueron ahorcados. Entre los periodistas que cubrieron aquella trágica noticia en Chicago estaba José Martí, cuyo relato del acto final fue publicado en el diario “La Nación”, de Buenos Aires, el 1° de enero de 1888. Por su insuperable elocuencia y realismo, reproducimos aquí (por su pluma) el relato que hiciera de aquellos minutos dramáticos que vivió desde tan cerca.

“Y ya entrada la noche y todo oscuro en el corredor de la cárcel pintada de cal verdosa, por sobre el paso de los guardias con la escopeta al hombro, por sobre el voceo y risas de carceleros y periodistas, mezclado de vez en cuando a un repique de llaves, por sobre el golpeteo incesante del telégrafo que el "Sun" de Nueva York tenía establecido en el mismo corredor... por sobre el silencio que encima de todos esos ruidos se cernía, oíanse los últimos martillazos del carpintero en el cadalso. Al fin del corredor se levantaba el cadalso.

-Oh, las cuerdas son buenas: ya las probó el alcaide.

El verdugo habla, escondido en la garita del fondo, de las cuerdas que sujetan el pestillo de la trampa.

-La trampa está firma, a unos diez pies del suelo... No; los maderos de horca no son nuevos; los han pintado de ocre para que parezcan bien en esta ocasión; porque todo ha de estar decente, muy decente... Sí, la milicia está a mano; y a la cárcel no se dejará acercar a nadie... De veras que Lingg era hermoso...

Risas, tabaco, brandy, humo que ahoga en sus celdas a los reos despiertos. En el aire espeso y húmedo chisporrotean, cocean, bloquean, las luces eléctricas. Inmóvil sobre la baranda de las celdas, mira al cadalso un gato... Cuando de pronto, una melodiosa voz, llena de fuerza y sentido, la voz de uno de estos hombres a quienes se supone fieras humanas, trémula primero, vibrante en seguida, pura y luego serena, como quien ya se siente libre de polvos y ataduras, resonó en la celda de Engel, que, arrebatado por el éxtasis, recitaba "El tejedor", de Enrique Heine, como ofreciendo al cielo el espíritu, con los dos brazos en alto:

"Con los ojos secos, lúgubres, ardientes,
rechinando los dientes,
se sienta en su telar el tejedor;
¡Germania vieja, tu capuz zurcimos!
Tres maldiciones en la tela urdimos;
¡Adelante, adelante el tejedor!

Maldito el falso Dios que implora en vano
en invierno tirano
muerto de hambre el jayán en su obrador;
¡En vano fue la queja y la esperanza!
Al Dios que nos burló, guerra y venganza.
¡Adelante, adelante el tejedor!

¡Maldito el falso Rey del poderoso
cuyo pecho orgulloso
nuestra angustia mortal no conmovió!
¡El último doblón nos arrebata,
y como a perros luego el Rey nos mata!
¡Adelante, adelante el tejedor!

¡Maldito el falso Estado en que florece,
y como yedra crece
vasto y sin tasa el público baldón;
donde la tempestad la flor avienta
y el gusano con podre se sustenta!
¡Adelante, adelante el tejedor!

¡Corre, corre sin miedo, tela mía!
¡Corre bien, noche y día!
Tierra maldita, tierra sin honor,
con mano firme tu capuz zurcimos;
tres veces, tres la maldición urdimos:
¡Adelante, adelante el tejedor!'

Y rompiendo en sollozos, se dejó Engel caer sentado en su litera, hundiendo en las palmas el rostro envejecido. Muda lo había escuchado la cárcel entera, los unos como orando, los presos asomados a los barrotes, estremecidos los periodistas y los carceleros, suspenso el telégrafo, Spies a medio sentar, Parsons de pie en su celda, con los brazos abiertos, como quien va a emprender vuelo.

El alba sorprendió a Engel hablando entre sus guardas, con la palabra voluble del condenado a muerte, sobre lances curiosos de su vida de conspirador; a Spies, fortalecido por el largo sueño; a Fischer, vistiéndose sin prisa las ropas que se quitó al empezar la noche para descansar mejor; a Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando sobre sus vestidos, después de un corto sueño histérico.

-¿Oh, Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el alcaide que ha de dar la señal de tu muerte, rojo por no llorar, pasea como una fiera de alcaidía?

-Porque -responde Fischer, clavando una mano sobre el brazo trémulo del guarda y mirándole de lleno en los ojos- creo que mi muerte ayudará a la causa con que me desposé desde que comencé mi vida, y amo más que a mi vida misma, la causa del trabajador; y porque mi sentencia es parcial, ilegal e injusta.

-Pero Engel, ahora que son las 8 de la mañana, cuando ya sólo te faltan dos horas para morir, cuando en la bondad de las caras, en el afecto de los saludos, en los maullidos lóbregos del gato, en el rastreo de las voces, y los pies, estás leyendo que la sangre se te hiela, ¿cómo no tiemblas, Engel?

-¿Temblar porque me han vencido aquéllos a quienes hubiera querido yo vencer? Este mundo no me parece justo; y yo he batallado, y batallado ahora con morir, para crear un mundo justo. ¿Qué me importa que mi muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrazado una causa tan gloriosa como la nuestra desear vivir cuando puede morir por ella? ¡No, alcaide, no quiero droga; quiero vino de Oporto! -Y uno sobre otro, se bebe tres vasos...

Spies, con las piernas cruzadas, como cuando pintaba para el "Arbeiter Zeitung" el universo dichoso, color de llama y hueso, que sucedería a esta civilización de esbirros y mastines, escribe largas cartas, las lee con calma, las pone lentamente en sus sobres, y una y otra vez deja descansar la pluma para echar al aire, reclinado en su silla, como los estudiantes alemanes, bocanadas y aros de humo. ¡Oh Patria, raíz de la vida, que aun a los que te niegan por el amor más vasto a la Humanidad, acudes y confortas, como aire y como luz por mil medios sutiles! "Sí, alcaide -dice Spies-, beberé un vaso de vino del Rin".

Fischer, cuando el silencio comenzó a ser angustioso, en aquel instante en que en las ejecuciones como en los banquetes todos los concurrentes callan a la vez como ante solemne aparición, prorrumpió iluminada la faz por venturosa sonrisa, en las estrofas de "La Marsellesa" que cantó con la cara vuelta al cielo... Parsons, a grandes pasos mide el cuarto..., vuélvese hacia la reja..., gesticula, argumenta, sacude el puño alzado, y la palabra alborotada, al dar contra los labios, se le extingue como en la arena movediza se confunden y perecen las olas.

Llenaba de fuego el sol las celdas de los cuatro reos, cuando el ruido improviso, los pasos rápidos, el cuchicheo ominoso, el alcaide y los carceleros que aparecen a sus rejas, el color de la sangre que sin causa visible enciende la atmósfera, les anuncian lo que oyen sin inmutarse, ¡que es aquélla la hora!

Salen de sus celdas al pasadizo angosto. "¿Bien?". "¡Bien!". Se dan la mano, sonríen, crecen: "Vamos".

El médico les había dado estimulantes. A Spies y a Fischer les trajeron vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse sus pantuflas de estambre. Les leen la sentencia a cada uno en su celda; les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero; les echan por sobre la cabeza, como la túnica de los catecúmenos cristianos, una mortaja blanca; abajo, la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso, ¡como en un teatro!

Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido; al lado de cada reo marcha un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente; Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros. Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones. Parsons, como si no tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa; las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas.

Plegaria es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza; el de Parsons, orgullo rabioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons; les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas. Y resuena la voz de Spies, mientras está cubriendo la cabeza de sus compañeros, con un acento que a los que le oyen les entra en las carnes; "La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora". Fischer dice, mientras el vigilante atiende a Engel: "Este es el momento más feliz de mi vida".

"¡Hurra por la anarquía!", dice Engel, que había estado moviendo bajo el sudario las manos amarradas hacia el alcaide. "Hombres y mujeres de mi querida América...", empieza a decir Parsons... Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando. Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa; Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere; Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como una marejada, y se ahoga; Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborilea; y al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores”.

EPILOGO

Los funerales de los que ya mismo se empezó a llamar Mártires de Chicago se efectuaron el día 12 de noviembre de 1887. El ataúd de Spies iba oculto bajo las coronas; el de Parsons, escoltado por 14 obreros que llevaban una corona simbólica cada uno; el de Fischer, adornado con guirnaldas de lirio y clavelinas; los de Engel y Lingg (junto de nuevo a sus compañeros), envueltos en banderas rojas. Las viudas y los deudos, de riguroso luto, y encabezando el cortejo un veterano de la guerra civil, con la bandera de los Estados Unidos. 25.000 personas asistieron a las exequias y otras 250.000 flanquearon el recorrido. Durante días las casas obreras de Chicago exhibieron una flor de seda roja clavada a su puerta en señal de duelo.

En 1893, un nuevo gobernador de Illinois, John Atgeld, accedió a que se revisara el proceso. Las diligencias practicadas por el juez Eberhardt entonces establecieron que los ahorcados no habían cometido ningún crimen y que “habían sido víctimas inocentes de un error judicial”. Schwab, Fielden y Neebe fueron puestos en libertad. La hermana del testigo Waller demostró al juez que todo lo dicho por él era falso y cómo se había comprado su testimonio; se recogieron declaraciones contra el capitán Bonfield, que había manifestado: “Dénme unos tres mil de esos anarquistas y yo sé lo que voy a hacer con ellos”; se probó cómo el procurador especial Rice dispuso la integración espúrea del Jurado y otros delitos semejantes. Pero ya era demasiado tarde. Aquellos inocentes, “víctimas de un error judicial”, estaban muertos.

¿Y del Día de los Trabajadores.., del 1° de mayo..., qué fue en los Estados Unidos?

El dirigente Peter J. Mac Guire había propuesto en 1882 en un mitin de la Central Labor Union, de Nueva York, celebrar el primer lunes de septiembre como “Fiesta de los que trabajan”. Así nació el Labor Day norteamericano, que se celebró el lunes 5 de septiembre de 1882 por primera vez con un desfile, concierto y picnic. Desde entonces, y más aún luego de los sucesos de Chicago, el sindicalismo oficial de los EE.UU. con apoyo del Gobierno, celebra esa “fiesta” cada primer lunes de septiembre y ha ayudado con celo inigualable a los patrones para que millones y millones de trabajadores se olviden del real sentido del 1º de mayo, y hasta de la fecha misma. Pero no podrán borrar sobre su propio territorio, ni sobre toda la faz de la Tierra, la sombra oscilante de los ahorcados de Chicago.









Texto: UGT